Cuando las predicaciones tienen éxito

2012-07-17

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2012-07-17 L’Osservatore Romano
Este año, antes de cualquier espectáculo del festival de Espoleto en teatros y auditorios, la voz que presentaba el programa de la jornada alternaba el anuncio de espectáculos teatrales, musicales y bailes con el de siete predicaciones sobre los siete vicios capitales. Sí: predicaciones. Esos sermones aburridos de los que todos huyen como de la peste y que en cambio, casi inexplicablemente, atrajeron a cientos de personas a la iglesia de Santo Domingo. Un público nutrido y en constante aumento a pesar del calor vespertino. Y no era sólo por la curiosidad de ver de cerca y escuchar a personalidades conocidas, como el cardenal Gianfranco Ravasi o fratel Enzo Bianchi, ya que tuvieron mucho éxito también figuras menos famosas, como monseñor Andrea Lonardo, quien se refirió al vicio de la gula.

La iniciativa gustó porque los predicadores —todos muy buenos y concienzudamente preparados— hablaban de nuestras vidas, y explicaban en un modo que hoy puede resultar nuevo el sentido de malestar y de infelicidad que a menudo las recorre. Hace tiempo que nos hemos acostumbrado a explicar nuestras dificultades para vivir según parámetros psicológicos que frecuentemente, reducidos a superficial divulgación, consisten en echar a los demás la culpa de nuestros errores o, todavía menos honorablemente, en contemplar la transición de los planetas. En cambio las predicaciones de Espoleto han proporcionado otra idea de reflexión, retomando conceptos que parecían olvidados: muchos de los hábitos que hoy se consideran loables son en realidad vicios que envenenan el alma, y por ello la vida. La gula, el afán de carrera y beneficio, la búsqueda del placer a toda costa, el nihilismo de quien no cree en nada predicado por tantos de nuestros estimadísimos maîtres à pénser no son buenas prácticas de vida, sino el camino de la ansiedad, la depresión, la soledad.

Enmarcó la cuestión el arzobispo Rino Fisichella en la predicación inaugural, dedicada al primero de todos los vicios, la soberbia: porque, como explicó, los demás derivan de éste, o sea, de la presunción humana de poder prescindir de Dios, despreciando sus mandamientos. Y aclaró cómo la práctica de los vicios tiende a arraigarse, transformando un único acto erróneo en un hábito nocivo. El vicio más inquietante, más difícil de diagnosticar, es la acidia, que golpea precisamente el hábito de la virtud, negándole todo sentido. Monseñor Pierangelo Sequeri iluminó a una atentísima platea sobre la acidia, que se manifiesta como disgusto para la búsqueda espiritual y obsesivo replegamiento del narcisismo. Relatando la historia de un benedictino medieval, Otloh de San Emeramo, que, golpeado por este vicio, supo combatirlo y vencerlo.

Las siete predicaciones fueron ricas de citas esclarecedoras, que recordaron o enseñaron que la cultura cristiana conserva un tesoro de textos centrados en el conocimiento del ánimo humano, a los que se puede acudir siempre con provecho, incluso muchos siglos después. Por lo demás, pocos entre los oyentes —de estos muchísimos no están acostumbrados a frecuentar las iglesias— sabían distinguir verdaderamente que la envidia no sólo envenena los corazones, sino que destruye las relaciones humanas, como explicó el arzobispo Vicenzo Paglia. O que existe una avaricia espiritual, tal vez más odiosa que la material, practicada por quien es avaro con su tiempo o se apega a los cargos y no los cede a nadie, reveló el arzobispo Renato Boccardo.

Los vicios pueden ser insidiosos porque tienen también un lado positivo, como la cólera —dijo el prior Bianchi— que lo fue incluso de Jesús, pero sin convertirse en signo de desprecio hacia el otro, como a menudo sucede en la humana. Y en cualquier caso se debe siempre considerar que a todo vicio le corresponde un lado opuesto, positivo, que presentó el cardenal Ravasi cuando introdujo el tema de la lujuria a través de una reflexión sobre el amor.

Y aunque el director del festival, Giorgio Ferrara, en su balance conclusivo observó el éxito de las predicaciones en un discurso que se orientaba obviamente a la afluencia del público y a las reacciones de la crítica, es necesario recordar igualmente que esta iniciativa, en colaboración con el Consejo pontificio para la promoción de la nueva evangelización, ha sido sobre todo un excelente ejemplo de comunicación de la tradición cristiana más allá de sus ámbitos clásicos. Permitiendo así conocer, a tantas personas que no entrarían fácilmente a una iglesia para oír  misa —y por lo tanto una homilía—, qué riqueza de pensamiento y de apremio puede ofrecer una gran tradición que —muchos parecen haberlo olvidado— puede reivindicar con razón ser experta de humanidad.
Lucetta Scaraffia